Sinopsis
La ideología dominante trata de hacernos olvidar que somos efectos de la historia porque todos los sistemas sociales que hemos conocido, como nos enseña la teoría marxista, son sistemas de explotación. Y esto es lo que ningún sistema está dispuesto a admitir. Mucho menos el capitalismo, que nos hace pensar a cada uno, como a la pastora de Cervantes, «libre nací y en libertad me fundo». La pérdida del sentido histórico de la vida y su confusión con la evolución del género humano, plantea el maestro Juan Carlos Rodríguez, no carecen en absoluto de importancia; son la clave misma de nuestro sistema, el síntoma básico de que lo hemos naturalizado subjetivamente. En el mundo actual «no solo se ignora el presente como historia, sino que se ignora o se distorsiona (como es lógico) el pasado histórico que nos ha traído hasta hoy». Por lo que se refiere a la literatura, al anular la historia en nuestro horizonte vital, la convertimos en espejo de la naturaleza humana. Este libro trata de comprender la historia como historia de los modos de producción, de las formas de explotación. Está concebido para postular de nuevo la radical historicidad de la literatura, para defender por qué conviene seguir pensándola como un discurso ideológico e historizar en todo momento las ideologías en general y las ideologías literarias en particular. De aquí la atención que presta a la correlación existente entre literatura, ideología e historia, haciendo un rodeo por la llamada «historia social de las mentalidades» y la figura de Maravall. Pues las ideas —las «mentalidades» o mejor las ideologías— no flotan en el aire sino que tienen una raíz histórica y social.
Por otra parte, apenas hace falta confesar que el título de este libro es un guiño completamente respetuoso al muy conocido de Lucien Febvre. Él lo justifi¬caba diciendo que mediante esta elección trataba de recordar su militancia como historiador: «No será Mis combates, claro que no; nunca he luchado en favor mío ni tampoco contra tal o cual persona de¬terminada. Será Combates por la historia, ya que por ella he luchado toda mi vida». Más allá de la coincidencia fundamental en la lucha por la historia, estas páginas intentan librarla de un modo que solo se roza con el adoptado por el célebre pa¬dre de los Annales. Concuerdan mucho más con otro historiador francés de ta¬lla, Pierre Vilar, cuando sentencia que para Marx «la historia no es un tablero de ajedrez, la lucha de clases un juego. Ni siquiera una estrategia. Es un comba¬te». ¿Qué sentido tienen entonces estos nuevos combates por la historia? ¿No se¬rán más bien la lucha por otra historia, la vieja lucha de nuevo por otra forma de vivirla y de narrarla, y ahora en circuns¬tancias que no resultan propicias?