Sinopsis
A pesar del éxito del que disfrutó en vida y que ha llegado intacto hasta nuestro días, Claude Lorrain (Claudio de Lorena) no fue un genio. Fue más bien un trabajador modesto que se empleó con dedicación a pintar el esplendor de la naturaleza, consiguiendo reflejarlo con los mejores efectos atmosféricos y luminosos en sus cuadros, en los cuales el paisaje va a ser el gran protagonista.
Por imposición de los comitentes, casi todos los cuadros pintados por Laude Lorrain representan algún tema pastoril, histórico o heroico, pero aquellos clientes no estuvieron interesados por las figuras que aparecen en esas obras sino por los amaneceres y las puestas de sol que tiñen de un color dorado y homogéneo idílicas campiñas y ensenadas, ya que en el segundo tercio del siglo SVII en Roma se estaba desarrollando un gusto por la contemplación de imágenes bellas, sin que en las pinturas fuera necesaria la aparición de alambicados discursos morales.
La belleza ideal que desprende su obra no responde a un canon métrico, como lo puede hacer una escultura de Policleto, sino que emana de la serenidad y la perfección de una naturaleza esplendorosa que se muestra bajo la suave luz de un sol que ilumina un mundo acogedor y placentero.